Todos caminan hacia el norte, pero ellos van al sur. Inexplicablemente para el resto de los hombres y mujeres que caminan junto a las vías del tren, este trío decidió caminar al revés, porque el miedo les ha volteado los pies.
Hace 15 días salieron de Izabal, Guatemala, y a Jonás, Wilmer y Antonio les arden las piernas por llegar a Estados Unidos y terminar con la sed, hambre y cansancio que han acumulado en el camino por México. Pero en este momento van, con pesar, caminando de espaldas a su sueño.
“Vamos para atrás, hombre, para atrás”, dice Wilmer, de 22 años, cuando lo encuentro caminando la banqueta, dándole la espalda al “american dream”.
“¿Por qué van para atrás?”, le pregunto, mientras observo los estragos de dos semanas como indocumentado por el país: el cutis agrietado por el sol, quemaduras en los brazos, los tenis rotos que asoman sus calcetas y un rostro agobiado por el miedo y la pobreza.
“Porque ‘Los Zetas’ ya van para Huehuetoca. Nos dijeron que van en unas camionetas y que llegan en una hora. No, no… mejor acá esperamos, dormimos y mañana regresamos”, responde.
Lo dice con verdadero temor, rodeado de sus amigos de 18 y 16 años. En el camino, les han hablado de los hombres de “la última letra”: ésos que extorsionan y secuestran para luego matar, despedazan hombres y los disuelven en ácido, violan mujeres y las cuelgan como trofeos desde los puentes.
“Sí son muy peligrosos ‘Los Zetas’, ¿verdad?”, pregunta Antonio, como buscando una respuesta que los calme. No le digo nada, sólo asiento con la cabeza.
Quisiera mentirle y decirle que el Estado de México no es territorio Zeta. Pero la realidad es que Huehuetoca es su estación. Y nosotros estamos en su ruta.
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Huehuetoca es un municipio ubicado en la zona central del Estado de México, entre Tepotzotlán y Tequixquiac. Es pequeño: sus 161 kilómetros cuadrados no representan ni el 0.9% de la superficie de la entidad gobernada por el PRI desde hace más de 80 años.
Sería un pueblo desierto si no fuera porque lo atraviesan dos líneas de tren, que brindan servicio de carga rumbo a Querétaro y a Veracruz, además de su cercanía con el Tren Suburbano. Y sobre esas vías viaja su bendición y su maldición.
Todos los días, decenas de migrantes llegan desde Arriaga, Chiapas, a Huehuetoca sobre el tren llamado “La Bestia” y, con ellos, llegan “Los Zetas”, para interceptar su camino, extorsionarlos o secuestrarlos con el fin de hacer trabajos forzados en sembradíos de droga.
Ese grupo paramilitar que comenzó como parte del Cártel del Golfo y ahora tiene vida y estructura propias, entró al Estado de México desde 2002, pero lograron dominar la entidad desde 2005, durante el gobierno estatal de Enrique Peña Nieto.
Según un informe de la Policía Federal fechado el 17 de febrero de 2011, filtrado a la prensa, antes sólo distribuían droga; ahora, han expandido su reino hacia otros ilícitos: secuestros, extorsiones, rentas a los negocios, robo de vías, piratería. Y mandan en municipios como Ecatepec, Cuautitlán, Tultitlán, Coacalco y Huehuetoca, donde conducen en camionetas sin placas buscando hondureños, nicaragüenses, salvadoreños que raptar.
Se manejan como amos de estas calles, tanto que cuando alguien quiere ayudar a migrantes como Jonás, Wilmer y Antonio, puede terminar rociado con plomo.
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Cinco balazos deshicieron la tranquilidad del 21 de julio de 2012 en el barrio de San Bartolito, Huehuetoca. Los dispararon desde una camioneta, en plena madrugada, como para hacerse oír entre el silencio. Bang, bang, bang, bang, bang. Como evidencia del atentado quedaron cinco agujeros, del tamaño de una bala de arma 9 milímetros, en la manta que decía “Comedor migrante San José”.
El mensaje fue leído así por las distintas organizaciones civiles que crearon ese espacio para alimentar gratuitamente a quienes caminan por las vías: no los queremos aquí, porque con la comida fortalecen al migrante y lo hacen más difícil de secuestrar.
El ataque atribuido a “Los Zetas” ocurrió días después de que al comedor había reabierto sus puertas, luego de una temporada de cierre forzoso por el crimen organizado. Y los cinco balazos lo cerraron de nuevo.
Pero el 28 de enero de este año, las mismas organizaciones que lo reabrieron –Movimiento Migrante Mesoamericano, Vía Migrante, Soy Migrante, Vía Clandestina, Ustedes Somos Nosotros, Ojos Ilegales– desafiaron al crimen organizado y volvieron a dar el servicio.
Lo hicieron porque supuestamente las autoridades les brindaron las condiciones mínimas de seguridad: el gobierno del Estado de México se comprometió a tener una patrulla frente al comedor todos los días, pero este domingo 10 de marzo no hay rastro de policía alguno. No importa. De todos modos, los voluntarios acuden al comedor, haya uniformados o Zetas.
Trabajan desde la mañana y hasta la tarde en un pequeño lugar que les renta una familia, junto a las vías del tren. Ahí dan arroz, frijoles, galletas, agua, suero, descanso, una regadera con agua caliente y un médico de guardia que alivia desde raspones hasta balazos.
“Es un oasis, de verdad, no sabría qué hacer sin ellos”, dice Brandon Jiménez, migrante nicaragüense, mientras come, casi sin parar, un plato de frijoles. Es su primera comida en tres días.
Lo veo comer, contento, atrabancado, sonriendo después de horas angustiosas. Lo observo mientras espero a Jonás, Wilmer y Antonio, quienes motivados por el hambre y la historia del comedor decidieron –siempre sí– ir a Huehuetoca con la esperanza de no toparse con “Los Zetas”.
Los espero 2 horas, pero no hay rastro de ellos, ¿estarán bien? Nunca lo sabré.
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Eduardo, hondureño, se lava los dientes sobre las vías del tren. Sonríe cuando lo hace porque eso es lo más cercano a tener una vida cotidiana, en la que la gente come sentada en la mesa y se baña en regadera, en lugar de comer y bañarse en el lomo de un vagón.
Van 20 días desde que dejó su país y esta parada le parece la más peligrosa de México, por lo que le han contado: que en el Estado de México, una nicaragüense fue violada por ocho y obligada a pagar 100 dólares para salvar su vida; que a un joven hondureño le cortaron el brazo con un machete por defender a otro catracho que era molido a golpes.
Pero como le teme más a la pobreza que a “los zetones”, va a cruzar territorio mexiquense rumbo a Estados Unidos, sin bordear por otro lado. El destino es Houston, Texas, donde quiere trabajar como jardinero, construir un cuarto, mandar dinero a su casa y buscar la ciudadanía.
“Yo vengo de la mara, en mi pueblo siempre hay un muerto por la M18, pero aquí se ve más peligroso. Muy peligroso”, dice Eduardo, quien no escupe la espuma formada por el agua y la pasta de dientes.
La traga y con un gesto avergonzado me dice: “Hay que ahorrar todo lo que podamos. Hasta un trago de agua nos hará falta para estar fuertes contra los zetones”.
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Un vagón de “La Bestia” resalta por su color. Entre vagones ocre y gris, despintados por el hierro del tren, hay uno color rosado que es de los preferidos por los migrantes. Está pintado de ese color en honor a Adrián, un coreógrafo de bailes de XV años en Huehuetoca, a quien los centroamericanos le profesan un amor extraño, delirante, fugaz.
¿Por qué lo quieren? Porque Adrián fue un escolta armado que cuidaba las vías para que nadie subiera al tren y ahora ha cambiado de bando: defiende migrantes a puñetazos, los esconde del crimen para evitar su secuestro, usa su salario para regalarles comida y les da asilo en su casa.
¿Por qué el vagón es rosa? Por su color favorito, que usa para colorear sus párpados y darle vida a las uñas de las manos. Porque Adrián tiene ademanes femeninos, un novio, usa ropa de mujer y una cabellera larga y rubia, que le dio el apodo en las vías de “La Polla”.
“Pues sí me dan miedo ‘Los Zetas’, pero yo soy mucha mujer para ellos. Y defiendo a mis migrantes hasta en tacones, si es necesario”, dice Adrián, sonriente, mientras acomoda su bolsa de mano y guiña el ojo con coquetería experta.
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Las vías de Huehuetoca están llenas de historias así: el “tico” que tuvo que bajarse del tren a recoger los pedazos de cuerpo de su hermana; el “nica” que fue vendido al crimen organizado por un marero disfrazado de migrante; el “hondu” que para salvar su vida tuvo que ver cómo violaban a su esposa entre tres.
Óscar, de 19 años, hondureño, quien debe dormir con un ojo abierto y otro cerrado para no ser atrapado; Eber, 38 años, quien viaja con una placa de metal en el cuello, por si alguien debe reconocer su cuerpo en un terreno baldío; Ana, 16 años, quien reza para no entregarle su virginidad a un sicario.
Y son ésas historias, y no otras, porque la patrulla municipal deja solas las vías, en el último lugar de la lista de prioridades: durante las 3 horas de estancia en Huehuetoca, no veo un solo uniformado por la zona de migrantes.
“Es la gente más indefensa: no tienen documentos, nadie los busca, nadie sabe por dónde van. Es la presa perfecta para el crimen y las autoridades excusan su inacción diciendo que no son mexicanos, como si el Estado no debiera proteger los derechos de todos los que llegan al país”, reclama Jesús Robles Maloof, activista por los derechos humanos.
A los policías se les observa por la plaza, por la presidencia municipal, por la avenida principal y cerca del mercado, pero cuando se trata de caminar la ruta de “Los Zetas”, prefieren caminar al otro lado. A ellos también, el miedo les voltea los pies.
Tampoco hay presencia estatal. Menos federal. Aquí la pelea se libra con piedras y palos, a veces usando la misma comida como proyectil, cuando un criminal quiere subirse al tren para apuntar con su AK-47, bajar a los migrantes y exprimirlos hasta que no quede nada.
El Estado de México, el que catapultó la carrera política de Enrique Peña Nieto, es territorio Zeta: Huehuetoca es su estación y, todos los días, decenas están en su ruta.
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Por: Óscar Balderas
Tw: @OscarBalmen